Cura Merino
Jerónimo Merino Cob nació en Villoviado en 1769. Nicolás Merino y Antonia Cob, fueron sus padres y era Jerónimo, el segundo hijo de una prole de doce, nacidos de los dos matrimonios que contrajo don Nicolás. Merino, durante su infancia, fue un niño extraño. De cuerpo larguirucho, delgado, de rostro cetrino y ojos muy negros y penetrantes; excesivamente serio para su edad, no reía nunca, hablaba muy poco y tenía pocos amigos, entre los que se encontraba el entonces cura párroco de Villoviado, don Basilio, quien había bautizado a casi todos los hermanos de don Jerónimo; él fue también quien le enseñó las primeras letras y le inculcó la vocación hacia el servicio de Dios.
A la muerte del cura de Villoviado, el párroco del vecino pueblo de Covarrubias, amigo del difunto, le llevó consigo como paje y familiar y le enseñó unos cuantos latines y teologías que duraron tan sólo un año y medio. Con este pobre bagaje teológico y a pesar de las prescripciones del Concilio de Trento sobre la formación de los clérigos, las exigencias de la época eras laxas y la desidia intelectual muy amplia. La expresión de la época de «cura de misa y olla» retrata la dramática realidad de una época. Allí en Villoviado, hubiera pasado los años predicando el Evangelio si los acontecimientos que ocurrían en el país no hubieran despertado el espíritu de rebeldía que anidaba en su ánimo. Desde el otoño de 1807 los franceses llevaban paseándose por España, cometiendo toda clase de abusos y , para mayor abundamiento, a los ojos Merino, eran éstos, hijos de la Revolución y ateos por definición.
No era Merino hombre gran inteligencia, ni era avezado en cuestiones empíricas ni amigo de las abstracciones, pero esta escasez la compensaba con una fabulosa memoria y gran astucia, amén de su carácter orgulloso y seguro de sí, terco y minucioso, intuitivo y anárquico, callado, frío y poco comunicativo.
La mecha que encendió el polvorín de su oculta agresividad y que cambió el rumbo de su destino, ocurrió cuando el 16 de enero de 1808, un destacamento francés de cazadores pernoctó en Villoviado. Al día siguiente, el oficial francés, falto de acémilas, cargó sobre el cura Merino, con gran escándalo de sus feligreses, el bombo, los platillos y demás instrumentos musicales del regimiento. Cuando el cura llegó a Lerma y pudo verse libre de esta humillación, volvió a Villoviado, y cuentan que dijo, poniendo los dedos en cruz: «Por éstas que me las vais a pagar». Rasgó la sotana, se improvisó un uniforme, cogió una escopeta en la venta de Quintanilla y el primer francés que vio aparecer por los alrededores lo abatió de un tiro. La suerte estaba echada: primero con un criado suyo, luego con un sobrino y al fin con una cuadrilla de mozos del pueblo y de los alrededores, se fue al monte.
El cura Merino fue de los escasos guerrilleros que enseguida se plantearon problemas de táctica y no lo abandonaron todo a la improvisación. El cura podía parecer cobarde, como insinúan Baroja y el propio Aviraneta, pero era más bien prudente y calculador. Si estaba en condiciones de superioridad respecto a los franceses, atacaba; de lo contrario, sabía esperar o desaparecía, como por encanto, entre las jaras y las breñas. El propio Aviraneta, se lo reconocerá en su folleto «Las guerrillas españolas», que publicó en 1870 y donde narra el tiempo que luchó junto al cura en el escuadrón del Brigante.
Se preocupó muy pronto de formar una auténtica milicia y cuadros de mando. Buen maestro en el tiro, mataba una perdiz al vuelo y montado en un caballo a galope. También se le ocurrió que cada guerrillero debía llevar consigo dos caballos, uno de repuesto. Esta medida que, pareció un lujo a muchos, se reveló luego como una precisión guerrera de importancia a veces definitiva. Otra importante fue el sistema de correos y espionaje que nadie pudo montar como él, con su ascendiente eclesiástico y las lealtades inquebrantables que levantaba a su alrededor. La acción guerrera más famosa de Merino, en este tiempo fue la emboscada tendida a un destacamento francés en Hontoria del Pinar en un valle que todavía se llama «vallejo de los franceses», pero sus servicios de apresamiento de correos fueron tan estimables como esa brillante hazaña. El mariscal Rocquet anduvo luego en persecución del cura, pero éste siempre se le escurrió de las manos.
El propio Empecinado ayudó a Merino a formar su primer contingente guerrero. Aun estaban lejos los tiempos en que aquél se convirtiera en comunero y un poco tragacuras, lo que propició los belicosos enfrentamientos entre ellos dos. Aviraneta habla de un «director de guerrillas» en Burgos con el que el cura fue a entrevistarse, al principio de la guerra, en el Monasterio de San Pedro de Arlanza. De allí salió investido como jefe. Como a esta entrevista asistió el clérigo Peña, como delegado de la junta Central, se deduce que debió de celebrarse después de diciembre de 1808, que es cuando se dictan las atribuciones y funcionamiento de esa junta, o quizá después de enero de 1809, que es cuando el cura comienza realmente su vida de guerrillero.
Terminó la guerra como brigadier y con el cargo de gobernador y comandante militar de Burgos que le concedió Castaños, pero fue un nombramiento de breve duración. Una vez acababa la contienda se planteaba el problema: ¿qué pasaría con los guerrilleros? Los había que tomaron las armas con miras exclusivamente personales, otros eran gentes desclasadas que confundían la guerra con el bandidaje, y hubieron quienes liberaron sus instintos anarquistas. La mayoría se quedarían en el monte, planteando el pavoroso problema del bandolerismo. Pero otros como Merino, se fueron a Madrid, donde asistirán a los cenáculos y tertulias que se estilan por aquel tiempo. Allí, Merino, brilla por su cuidado atuendo personal que realza con la narración de sus hazañas. Llega al Rey el hervidero de éstas tertulias y Fernando hace llamar al cura. Quiere premiar su coraje de patriota y su fidelidad de realista, porque Merino, en 1813, es de los que se ha negado a leer, por tres domingos consecutivos en la misa, la Constitución de Cádiz. El Rey le ofreció a cumplir su deseo y Merino pidió mando militar. Pero Fernando, mostrando su condición felona, obvió aquella pretensión y lo trocó por una silla canonjil en la catedral de Palencia. Volvía otra vez, el cura-guerrero, a moverse entre latines, que le perseguirán como los franceses durante la guerra. A este acoso se unirán sus colegas canónigos con la afilada arma de la murmuración. Su paciencia no aguantó mucho esta situación y un día, en pleno capítulo, tiene un altercado con sus compañeros chismosos y lo resuelve como mejor sabe: sacando dos pistolas de debajo del manteo, argumento con el que hace huir a sus críticos y arroja por la ventana su canonjía, aunque no los emolumentos, que le conserva el Rey. De nuevo regresa a Villoviado.
No pasará demasiado tiempo en el familiar retiro. En 1820 fue lo de Riego: un levantamiento militar más contra el absolutismo de Fernando VII, que esta vez triunfa. El rey pasó como pudo aquel trago de tener que jurar la Constitución. Merino, decide unirse a los que consideran la Constitución como un «trágala». El jefe político de Burgos le advierte que lo suyo es rezar, pero Merino, por supuesto, se va al monte de nuevo y alza a 1.400 mozos a sus órdenes.
Ahora se va a enfrentar con otro bravo hombre: Juan Martín. En Salas de los Infantes traban ambos combate y pierde el cura. La suerte cambiará en Tordueles, a orillas del Arlanza, donde es el Empecinado el que tiene que correr sobre su caballo hasta perderse de vista y volver con los suyos. Pero estos intermitentes encuentros entre los dos hombres tendrán un breve descanso, porque una vez repuesto será él quien haga correr al cura. Solitario y disfrazado, Merino, será apresado en el mismo Tordueles, por don Eugenio de Aviraneta, su antiguo teniente, ahora secretario del Empecinado. Aviraneta se queda con muchas ganas de fusilarle, pero, siguiendo órdenes superiores, le lleva a la cárcel de Lerala de la que en pocas semanas estará de nuevo libre y dispuesto a seguir su particular pugilato con sus enemigos y consigue hacer salir a toda prisa de Valladolid al Empecinado y a Aviraneta, mientras los realistas de la ciudad se lanzan a la calle y las campanas de las iglesias celebran ya la victoria del cura.
Pero las acciones de uno y otro siguen teniendo el mismo vicio de estilo: la astucia y la expeditividad en Merino; el arrojo personal en Juan Martín. Los que antes estaban unidos por el mismo proyecto, ahora han escogido caminos distintos. Merino habla del Trono y de la Religión y Juan Martín de Libertad y Humanidad. Es curioso el escaso éxito militar que ahora tiene el cura, casi cada encuentro es un descalabro y a veces una huida apresurada. En 1822 llega un día, sofocado, a las clarisas de Lerma a que le den cobijo en la mismísima clausura, y hasta las puertas del convento llegó Juan Martín. Pero los «empecinados» no pudieron dar con él. Juan Martín le había tomado un odio a muerte. En la pared de las alcaldías de la Sierra de Burgos estaba fijada su «Carta de don Juan Martín, el Empecinado, al cura Merino con motivo de la horrenda crueldad que ha usado con los soldados de Cataluña», donde acusa de haberlos quemado vivos. En el convento pasa algunos meses y allí le llegan noticias de lo mal que van las cosas de los realistas. Cuando se reincorpora a la lucha, el día 2 de enero (de 1823) será derrotado y de nuevo, el día 6. Esta situación se repite unos días más tarde cuando tiene que correr ante el general Obregón, en Roa.
Pero no terminan aquí las piruetas de nuestro personaje. Aunque parezca increíble Merino se hará francés. No le importó servir de cicerone a sus antiguos enemigos, en cuanto a los ejércitos del duque de Angulema pusieron pie en Castilla. Pero Angulema prohibirá que Merino y sus tropas se acerquen a Burgos, porque el cura pronto ya se ha independizado de los Cien mil hijos de San Luis. Ha estado por tierras de Valladolid, Segovia y Ávila y luego ha ido a Extremadura, donde ha tenido malos encuentros con Aguirre y López Baños. Tan malos, que tiene que echar mano de la propaganda y de las súplicas, aun que sea por medio de terceros, para enmascarar sus derrotas. Por estas fechas, en tierras de Burgos, se hacen frecuentes proclamaciones de fidelidad al Rey y se pide la restauración de la Inquisición. El 11 de octubre de 1823 los realistas de Lerma, partidarios acérrimos de Merino, piden una recompensa para Merino.
Fernando respondió con un nombramiento de mariscal de campo para el cura con destino a Segovia. Pero, otra vez, el cargo será por poco tiempo. Se sabe que por entonces escribió al Rey, de nuevo absoluto, para felicitarle por ello y para aconsejarle que no se fiase de los liberales «porque en la confianza está el peligro»; y que pidió al Ayuntamiento de Segovia un certificado de buena conducta, de «buen comportamiento que tanto él como las tropas de su mando habían observado durante su permanencia en aquella ciudad», porque se lo exigían en Madrid. Pero como las cosas no se resolvieron a su gusto -no está nada claro lo que Merino hizo en Segovia o en los asuntos en que se vio mezclado- el cura dimitió de su cargo y su caballería pasó a otros cuerpos. Luego lo pensó mejor y quiso rectificar, pero el Rey se negó al juego y Merino tuvo que despedir también a su infantería.
En su retiro de Villoviado da la impresión de que busca ahora la paz o de que quizá los desengaños y las decepciones le hayan vuelto un poco filósofo. El cura parecía casi siempre meditabundo y melancólico.
El 29 de septiembre de 1833 murió el Rey Fernando VII y el 2 de octubre de este mismo año, un liberal renegado, un tal González, convertido al realismo rabioso, se alzó en Talavera, al grito de «¡Altar y Trono!». A los pocos días, él y sus compañeros eran fusilados sin piedad. La mecha estaba encendida y la traca del drama, formada desde hacía años, estalló. Verástegui dio su proclama de levantamiento a favor de don Carlos. A primeros de octubre, los guerrilleros realistas don Santos Ladrón y don Ignacio Cuevillas pasaron por Villoviado y convencieron al cura, de sumarse al levantamiento, en favor de don Carlos. Dos semanas después don Jerónimo se encontró a la cabeza de una tropa, de 11.000 hombres.
Ahora el general apenas dormía. Se rodeaba siempre de una escolta de unos 40 hombres, despechados, capaces de cometer todas las fechorías, pero en los cuales tenía tanta confianza que les consultaba los grandes negocios de la guerra que traía entre manos. Nunca se sabía de cierto en la columna donde se encontraba el general, tan pronto estaba al abrigo como al cierzo, celando en las avanzadas.
En la noche del 13 al 14 de noviembre se dieron órdenes a la tropa para que se pusiera en movimiento. En la madrugada del día 14 se presentó una niebla tan espesa y cerrada que no se distinguía ni al compañero de al lado. Al ponerse las tropas sobre las armas, ante el anuncio de que Sarfier se disponían al ataque, los soldados cegados por la niebla, sin haber tomado un bocado ni esperanzas de hacerlo, ateridos por el fuerte frío mientras esperaban la venida del día, observaron que el general Merino entró por una puerta de la posada de Villafranca con sus 40 hombres y salió escapado por otra, siguiendo hacia la salida del pueblo con su cuadrilla en forma que, más que marcha acelerada, parecía una fuga. Esto produjo el natural desconcierto y huida de la tropa. Montes de Oca, fue la tumba militar del cura. Su próximo destino será Portugal, a entrevistarse con don Carlos, en la que se enfrentaron dos caracteres. Uno altivo y radical, Merino, y vacilante y bonachón, don Carlos.
Merino parece que quedó desencantado de este encuentro, pero, junto con Cuevillas, regresa a España como comandante y jefe del Ejército de Castilla la Vieja. La desgracia, sin embargo, se abatiría cada vez más sobre él. Apenas incorporado a su regimiento es derrotado por don Saturnino Albuin, el Manco, el lugarteniente don Juan Martín, en Herrera de Pisuerga. Es la sombra del Empecinado que le persigue. En Hontoria del Pinar logra una pequeña victoria, pero, en seguida, vuelve a ser vencido en Torregalindo y Huerta del Rey; y, junto a Lerma, el coronel Sanabria deshace definitivamente sus huestes. Hasta. su propio caballo le cocea.
El mismo reconocerá su aciago destino: «Me han forzado a llamar a toda esta gente. En las guerras anteriores no tuve tanta. Pero valía más que estos gruesos pelotones, que de nada me sirven más que para arruinar al país y para que los pueblos me maldigan» .
Merino es un guerrillero, no un auténtico militar. Zumalacárregui mismo, le recomienda que divida a sus hombres de cien en cien y se aplique a hacer la guerra en tierra de Burgos, como siempre. Un día, en Hontoria del Pinar, andaba herido el cura y se escondió en una casa que en seguida rodearon soldados del regimiento de Zamora. Pero en un momento de indecisión o de cálculo en éstos, Merino salió, picando espuelas, como el rayo. Otro día, en Villahizán, se hallaba oculto en casa de un amigo cuando es rodeado por la tropa y milicianos nacionales Pero cuando milicianos y soldados están redoblando sus tambores y cornetines para iniciar el asalto, se abren las puertas del corral y sale una manada de toros a la que ellos dejan paso. Entre los toros escapaba Merino.
La guerra, sin embargo, acabaría mal para don Carlos y éste se fue adentrando en las provincias norteñas y, al fin, tuvo que marchar a Francia. Merino hizo lo mismo y tuvo que expatriarse también. Las autoridades francesas le residencian en Alençon. Allí va a las tertulias legitimistas y toma el sol, mientras hace lo que han hecho siempre todos los españoles fuera de España: hablar de ella, amarla y entenderla mucho más entrañablemente que cuando están en la propia tierra.
La noche del 5 al 6 de noviembre de 1844 Merino se puso enfermo y el día 12 de ese mismo mes, murió a primera hora de la tarde. Dicen que entonces llegó una carta de don Carlos anunciándole que contaba con nuevos recursos económicos para reemprender la guerra que había acabado con el Pacto de Vergara, entre Espartero y Maroto. Pero Merino ya había entrado en la eternidad y en la Historia,
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