DE CÓMO SE EXTENDIÓ LA LEYENDA NEGRA
Pablo
Victoria
Fueron
ellos, amigo lector, los ingleses, holandeses, alemanes, franceses,
portugueses e italianos, pero particularmente los dos primeros, quienes
escribieron las mentiras y las fábulas anti-españolas en
la pizarra del firmamento, en periódicos y pasquines, en revistas y folletos
que fueron esparcidos por toda Europa y América a partir de 1560. En el caso de
los italianos, la presencia española en Sicilia, Cerdeña y Nápoles desde
finales del siglo XIII y durante los dos siguientes, fue sembrando la semilla de
la discordia que germinaría en un abierto antagonismo. El milenario orgullo
italiano no podía resistir que una de las antiguas provincias romanas pasase
ahora a ser la potencia dominadora de sus lares; tampoco que en su suelo se
dirimiese gran parte del conflicto franco-español, cuya victoria culminó con el
tratado Cateau-Cambrésis de 1559 por el que Francia renunció a sus pretensiones
sobre Saboya, Nápoles y Milán, algo que también habría de predisponer el ánimo
francés contra los vencedores. Mucho menos que España se convirtiera en el
meridiano de la cultura, en la aldea global de los tiempos modernos, en el
cruce de caminos de la expansión lingüística, cuando los herederos del latín
confinaban su parla a uno de los retazos de su perdido imperio. El saqueo
de Roma en 1527 acabó de enturbiar las aguas italianas, porque desde aquella
fecha en adelante todo lo que se publicó en ese país mostró a los españoles
como los seres más crueles, ruines, violentos y rapaces en existencia, aunque
sus ejércitos no lo fueran más que otros ejércitos de ocupación en similares
circunstancias.
El fondo del problema
italiano consistió en que la justicia española siempre estuvo de parte de las
clases oprimidas y en contra de la opresora aristocracia local, algo que
predispuso a quienes eran capaces de publicar y difundir las mentiras que
contra España se decían. Por ello jamás alabaron la denodada defensa española
de Italia contra el Islam, que la salvó de ser invadida y avasallada por los
musulmanes. Sus habitantes estaban demasiado ocupados en el goce de sus
privilegios de clase, enfrascados en las disputas de las grandes familias y en
la vida licenciosa, antes que en liderar su propia defensa contra la agresión
islamista. Ni siquiera un respiro provino del mayor beneficiado de todos, la
Iglesia, porque bajo el pontificado de Paulo IV el ataque anti-español cobró
una inusitada virulencia en su pluma. Punto central de las frecuentes
acusaciones que a los españoles hicieron fue el de ser malos cristianos, o
‹‹marranos››, por sus antecedentes de dominación morisca y la presencia judaica
en su tierra. La paradoja de tales acusaciones consistió en que fueron los
italianos, precisamente, los que en Roma, Venecia y Ferrara acogían a los
judíos que se escapaban de los procesos judiciales abiertos contra ellos en
España, aunque persiguiendo a los judíos suyos en Italia. Las contradicciones
de sus detractores no podían ser más obvias en una época en que en toda Europa,
incluyendo Italia, se pretendía extirpar la influencia del islamismo y del
judaísmo.
En cuanto a Francia, el
hecho de que España frustrara sus ambiciones sobre Italia culminó con una
enorme rivalidad imperial que hizo volcar sus esfuerzos a resquebrajar los
cimientos del monopolio español en América. Pronto aquel país se convirtió en
un centro importante de actividades anti-españolas a partir de la primera
piratería lanzada desde las costas de Bretaña, hasta culminar en los
enfrentamientos bélicos de las dos potencias en el siglo XVI. La gran difusión
y propaganda que ese país hizo de los escritos de De Las Casas tuvo el
propósito de crear una conciencia universal sobre la crueldad de los españoles,
enmarcada por la matanza del día de San Bartolomé en suelo francés el 23 de
agosto de 1572. Pero no fueron los españoles los causantes de la matanza, ni
siquiera los responsables. En realidad, nunca se supo quien la planeó, aunque
es lo más probable que surgiera de una sucesión de acontecimientos encadenados:
en primer lugar, del temor que Carlos IX de Francia tenía de una insurrección
protestante; en segundo lugar, de la intervención de Catalina de Médicis,
impulsada por sus consejeros en este mismo asunto y, tercero, de lo hartos que
estaban los ciudadanos parisinos de los hugonotes, quienes dieron buena cuenta
de los nobles protestantes cuando éstos fueron expulsados del palacio del
Louvre. El pueblo los persiguió durante el transcurso de la noche y la
madrugada hasta consumar el asesinato del almirante Coligny, quien fuera sacado
de su lecho y arrojado por una ventana. Culpada España de estos hechos, la
posterior invasión napoleónica en el siglo XIX no fue más que una réplica de la
rivalidad hispano-italiana que, trasladada a Francia, volcó el espíritu de la
Revolución Francesa sobre la mente y actitudes de la aristocracia peninsular e
hispanoamericana.En lo que a Holanda compete, fue el Príncipe de Orange el gran
iniciador de los panfletos y la propaganda como medio para ganar adeptos contra
la monarquía de los Habsburgo. Empezaron por pintar a los españoles de negro,
lúgubres, sombríos, diabólicos, y a distribuir su propaganda profusamente entre
las clases más sencillas para lograr cultivar la hispanofobia. El ingenio
difamador llegó a tal punto que se acusó al Santo Oficio de planear la revuelta
holandesa que justificara la destrucción del país por parte de las tropas
españolas; Holanda se convirtió en la vena rota de España y en el abismo sin
fondo donde quedó enterrado el tesoro americano a causa de la feroz y
prolongada contienda que sacudió a todo el continente europeo.El segundo más
importante embate propagandístico holandés fue levantar la bandera de la
matanza española de indios, fundamentándose en los escritos de De Las Casas.
Sus ‹‹veinte millones›› de indios asesinados durante la conquista fue el arma
arrojadiza contra todo el esfuerzo pacificador. Nadie cuestionó cifras tan
salidas de toda proporción, pues aquel puñado de españoles habría tenido que
asesinar a 1095 indígenas todos los días, 365 días al año y sin descanso de
sábados ni domingos, durante los primeros 50 años de conquista para lograr una
hazaña semejante. Los campos de concentración nazis y sus hornos crematorios
habrían sido, en tiempos modernos, un juego de niños comparado con aquello. El
tercero fue el infame y supuesto asesinato de Don Carlos, el príncipe heredero
de Felipe II, a manos de su padre; también lo acusaron del asesinato de su
esposa Isabel de Valois con el fin de poder contraer matrimonio con su sobrina,
Ana de Austria. Un folleto fechado en 1587 que tuvo amplia circulación en
Holanda, entre otras cosas, afirmaba: ‹‹...el rey de España… ha mandado
asesinar a su hijo con el pretexto de una ligera desobediencia y a su esposa
con el fin de facilitar sus inclinaciones hacia el adulterio…›› Era así como se
manifestaba el odio de los protestantes holandeses, atizados por Guillermo el
Taciturno.
El asunto del infante Don Carlos merece
algún detenimiento, pues este es uno de los episodios más trágicos de la
monarquía española. Era hijo de la primera esposa del rey, María Manuela, a su
vez, infanta portuguesa. Don Carlos nació enfermizo y físicamente defectuoso.
Tenía una clara disposición a la crueldad, era grosero y ostentaba una
desenfrenada lujuria; padecía de tantos arrebatos de cólera y anormales
alteraciones de su conducta, que el Rey se vio precisado a apartarlo de los
asuntos de Estado. Uno de tales arrebatos fue la orden de quemar una casa
madrileña de cuyo balcón se arrojó agua maloliente que llegó a salpicarlo; otro
fue su amenaza, puñal en mano, contra el Duque de Alba por habérsele
encomendado a éste y no a aquél la pacificación de los Países Bajos; otro más
fue el ataque, espada en mano, contra su tío don Juan de Austria, a quien el
Rey ofreció el reino de Nápoles, por lo que don Juan se vio también precisado a
desenvainar la suya y prevenir a Su Alteza, gritando ‹‹¡atrás!››; pero,
principalísimamente, fue la noticia de que don Carlos estaba fraguando su fuga
y que conspiraba con los príncipes protestantes alemanes, los hugonotes
franceses y hasta con la reina Isabel de Inglaterra contra los intereses de
España. En fin, fue el mismo conocimiento que el Rey tuvo de que el Príncipe
heredero planeaba matarlo, acto que éste consultó con el prior del convento de
Atocha, quien, a su vez, se lo reveló al Rey. Todo ello fue parte importante en
determinar su encierro y poner a salvo la Monarquía de tan desquiciado
personaje.
Cuando ya no cabía duda alguna de
que el Príncipe era un desequilibrado mental, Felipe II ordenó su arresto, muy
a su pesar y dolor, que así expresa al papa Pío V: ‹‹…me ha parecido
advertir a Vuestra Santidad de la resolución que he tomado de recoger y
encerrar la persona del Serenísimo Príncipe Don Carlos, mi primogénito hijo… Y
como quiera que para satisfacción de Vuestra Santidad y para que desto haga el
buen juicio que yo deseo, bastaría ser yo padre… que habiéndose usado de todos
los medios que para reformar y reprimir algunos excesos que procedían de su
naturaleza y particular condición eran convenientes… Tengo por cierto será
tenida mi determinación por tan justa y necesaria y enderezada al servicio de
Dios y beneficio público cuanto ella verdaderamente lo es… y en ésta no tengo
más que decir de suplicar a Vuestra Santidad que… como su verdadero hijo, con
tan santo celo lo encomiende a Dios Nuestro Señor para que Él lo enderece y
ayude a que en todo hagamos y cumplamos su santa voluntad… Madrid 20 de enero
de 1568.››
La prisión del infante don Carlos
fue usada para la causa de la emancipación de los Países Bajos; lo
convirtieron, primero en paladín de la justicia, y luego en mártir de su causa.
Sin proponérselo, don Carlos fue exaltado héroe del protestantismo flamenco y
Felipe II convertido en monstruo de crueldad. El encierro del Príncipe en un
torreón del Alcázar, el inicio del proceso para señalar su incapacidad para
heredar el trono, la huelga de hambre seguida de comidas tan abundantes que su
vientre reventaba y su posterior muerte acaecida por los golpes que se daba
contra las paredes, terminaron por abreviar su padecimiento. El confinamiento
duró del 18 de enero al 24 de julio de 1568 y, ya moribundo, quiso ser
perdonado por su padre. Felipe II se hizo presente para darle su bendición,
pero no alcanzó a ver al vástago por la gravedad de su estado. Su muerte sonó
como un trueno por todo el Imperio y continuó resonando por siglos. El poeta
Schiller compuso su drama Don Carlos, Verdi su ópera del mismo
nombre, Alfieri su Philippo y Guillermo de Orange, el rebelde
holandés, su Apologie en la que acusaba al Rey de dos
asesinatos: el de su esposa, que había muerto poco después de don Carlos por
causas del parto de su hijo nacido muerto y el del propio Príncipe.
Las razones que Orange dio fueron
tan mentirosas como convincentes: la trama que él mismo había servido de
compromisario entre la alianza matrimonial de Francia y España en la que se
planteó la posibilidad del enlace entre el príncipe don Carlos e Isabel de
Valois, quien, a la postre, terminó enlazando matrimonialmente con don Felipe
II, Orange se puso en la tarea de afirmar que este último se había atravesado
entre el amor de los dos jóvenes. Desplazado don Carlos, el desenlace del drama
pasional era apenas obvio y digno de una tragedia griega: los dos jóvenes
enamorados morían uno después del otro porque, según Orange, el Príncipe y la
Reina, de su misma edad, mantenían sus relaciones en secreto. Como si fuera
poco, este nefasto año de 1568 había dado a Don Felipe dos hijos y una esposa muertos,
y habría de desatar con más furia la Leyenda Negra contra España, hechos de los
cuales se origina el cuarto ataque propagandístico, a saber, el señalamiento
del que fue objeto el Duque de Alba como el verdugo enviado por España para
destruirles el país, en supuesta connivencia con el Papa.
Menos mal que tan increíble patraña no
fue acogida en España, porque todos sabían que su rey encarnaba aquellas
virtudes que se esperaban de un católico convencido que hizo tanto como San
Ignacio de Loyola para que Europa entera no cayera en manos del protestantismo;
sólo con el advenimiento del siglo XIX se fue recogiendo el fruto que se había
sembrado en el siglo precedente: el enciclopedista y poeta Manuel José Quintana
no tuvo empacho en falsear la historia en su Panteón del Escorial que
fue creída por los poetas e intelectuales que lo siguieron,
progresistas y liberales todos, que no vacilaron en difundir lo que ningún
historiador serio hasta entonces se había atrevido a insinuar. Y España misma,
ya sumida en el más convulsivo romanticismo, comenzó a creer la patraña contra
ella.
29 de julio de 2013
Publicado por Pablo Victoria en 07:38 No hay comentarios:
sábado, 27 de julio de 2013
Pablo
Victoria
La sangre española se derramó en el
suelo americano durante las guerras de secesión como se llegó a derramar
trescientos años antes en las piedras de las pirámides aztecas, ofrendada
al dios Huitzilopochtli en Tenochtitlán. En el levante del Atlántico resonaban
como latigazos las palabras de Bolívar: ‹‹Tránsfugos y
errantes, como los enemigos del Dios-Salvador, se ven arrojados de todas partes
y perseguidos por todos los hombres››… porque, en realidad, era como
si todos los hombres los persiguieran. ‹‹Sáquenlos de todas partes››, decían
los británicos en Europa, porque en el mundo nadie podía osar tener más que
ellos. Ya habían sido arrojados de los Países Bajos (1648), del Franco Condado
(1679), del Milanesado (1714), del Reino de Nápoles (1713), y del Reino de
Cerdeña (1720). Era algo así, porque la Leyenda Negra fue la
persecución ejercida sobre las ideas de una España aferrada a un tronco que se
deslizaba sobre el aluvión del desenfreno político; porque la invasión
napoleónica no había sido otra cosa que la misma persecución trasladada a
sus hombres; porque, expulsando a aquella o
venciendo a éstos, se terminaría derrotando el peligro que para la Revoluciónsignificaba
la existencia de los españoles y de sus ideas.
En la negra pizarra del firmamento
Inglaterra y Holanda habían escrito con luminarias astrales la pérfida mentira
de una España despiadada, esclavista y genocida de nativos. Habíansela ayudado
a escribir franceses, italianos y portugueses que tejieron fantasías, mitos y
leyendas en torno a señeros personajes como el Duque de Alba, Torquemada y
Felipe II; negra leyenda en torno a destacados episodios como la Conquista, la
Inquisición, el saco de Roma y el exclusivismo comercial con el Nuevo Mundo.
Allí quedaron impresos en gigantescos y mentirosos
caracteres la esclavitud de los pueblos americanos, la indolencia de siglos, el
oscurantismo cultural, la intolerancia religiosa, la tiranía para que el mundo
entero la viera, la leyera, la asimilara, la divulgara. Pero había llegado la Revolución
Francesa y ¡por fin aquellos pueblos, poniendo la estrella
sectaria de cinco puntas en la bandera y el gorro frigio en sus
cabezas, se estaban librando de la déspota! ¡Por fin se habían
levantado los esclavos, los indios y los blancos, cuyos lomos permanecieron tres
siglos doblados bajo el peso de la supuesta opresión! ¡Ahora eran libres!, y
había que poner la imprenta al servicio de su causa, al servicio de la de fray
Bartolomé de las Casas, diseminar por el mundo las ansias de libertad de
aquellas esclavizadas gentes, correr en su auxilio por todos los medios
que fuesen posibles, enviar asesores, voluntarios, agitadores, pasquines,
propaganda difamatoria, porque la lucha iba a ser titánica contra el gigante
que había blandido espadas contra Napoleón y ahora se aprestaba a rehacer su
imperio perdido; cabeceaba el indomable astado, que doblado en el ruedo de la
Historia, embestía a la cuadrilla y esquivaba el descabelle.
Sí, había que «auxiliar» a aquellos
oprimidos pueblos, porque España, después de todo, no estaba del
todo vencida y se levantaba de nuevo a reclamar lo suyo, a imponer la
justicia, a enderezar lo torcido. Y fue cuando el toro en pie les volvió a
meter miedo y cuando todos salieron en gavilla a hacerle frente. Esta es
la génesis de la invasión napoleónica a la Península, porque, en el fondo de
todo, lo que Napoleón quería era demostrar al mundo que él solo
había podido dominar y someter dentro de los cauces de la ilustración y la
civilización la bestia indomable que había pretendido contagiar un
continente de su causa mística y fanática, supersticiosa, católica y
oscurantista.
No
podían los ilustrados perdonar a la hispanidad la enorme cantidad de heroicas
gestas, de caudillos más grandes que su sombra, de la epopeya conquistadora de
inmensos y desconocidos territorios donde los hombres, sin saber hacia
dónde iban, no dejaron de seguir llegando; no cejaron de domeñar
breñas, fundar pueblos, civilizar razas, morigerar costumbres,
cristianizar almas y escribir en códices ocultos para el extranjero los
secretos de la grandeza, las sílabas impronunciables de la gloria y el índice
que guiaba hacia el perdido alfabeto de la buenaventura; tres siglos de gloria
habían sido demasiados como para no fatigarla y exaltar los ánimos de
quienes, con envidia, odio y celos, contemplaban la épica aventura.
Envidia, porque fueron los españoles
los primeros europeos en establecer colegios y universidades en América
cuando todavía los angloamericanos talaban árboles y cazaban zorros en las
blancas y gélidas estepas de Nueva Inglaterra, Virginia o las Carolinas, para
cubrir sus carnes mordidas por el frío. Jamás podrán contar que no
fueron ellos, sino los españoles, quienes fundaron en América
veintitrés centros de enseñanza superior, réplicas de la Universidad de Salamanca;
que graduaron 150.000 estudiantes, entre blancos, mestizos y negros, cuando ni
siquiera los portugueses fundaron universidad alguna en Brasil; cuando los
holandeses, después de tres siglos de presencia en las Indias Orientales, no
llegaron a fundar ninguna institución de instrucción superior en aquellas
tierras.
Odio, porque fue España la primera en
permitir la oposición de las ideas, estimuladas por la Corona, que
acompañaron al descubrimiento y que constituyen gloria de su civilización;
celos, porque la justicia cristiana siempre presidió y enalteció la política
del Imperio y porque prevaleció por siglos la tesis de Juan Ginés de Sepúlveda
de que el rey hispano tenía derecho de gobernar en América sobre la opuesta de
fray Bartolomé de las Casas, personaje que hasta el final insistió en que la
conquista fue una cruel injusticia contra los pacíficos e inocentes indios. De
su prolífica y desviada pluma salió el infundio de que la codicia española
había sido la causante del holocausto de veinte millones de indígenas
asesinados a manos de endurecidos conquistadores, estampa de depravación que
sirvió para alentar la disputa sobre el Nuevo Mundo que
mantuvieron Holanda e Inglaterra contra una España que volcó sobre sus
costas la cultura, admiró al mundo con sus tremendos descubrimientos y
acrecentó con fabulosas riquezas su poderío económico y militar. Aquella
Brevísima Relación de fray Bartolomé se publicó primero en francés en 1579
en una imprenta de Amberes; luego fue continuada con otra publicación en holandés
y otras dos en francés en 1579 y 1582, seguido de lo cual vino una publicación
en inglés en 1583. Este memorial, lleno de infundios y exageraciones, fue
blandido por las potencias enemigas para acreditar ante el orbe la incapacidad
moral que detentaba la Monarquía Católica para retener sus derechos sobre la
tierra conquistada.
Por
eso, el acto de extender la religión Católica por parte de España en
el continente americano se reputó fruto del fanatismo y de la
intolerancia; en cambio, el acto de descabellar indios por cuenta de
Inglaterra, se disculpó como un acto comprensible de una potencia que
defendía a sus súbditos de la ferocidad indígena. Lo primero era decadente y
oscurantista; lo segundo, heroico y civilizado. La lucha de la mano
civilizadora de España contra los indios salvajes se denominó ‹‹el exterminio
español» en tanto el exterminio indígena en la América de Norte, en el
caso inglés, tornó en llamarse «la salvaguarda del trabajo
colonial». De esto resulta la manifiesta indiferencia que el
mundo ha mostrado por la falta de protección brindada por el conquistador
inglés a los nativos de Norteamérica, en tanto se toma con abierto
escepticismo, o descarado cinismo, los enormes esfuerzos de la corona de
Castilla por la protección y buen trato a los indígenas del Nuevo Mundo. Es
verdad palmaria que jamás España tuvo reyes más crueles que Enrique VIII,
Isabel I, o Jacobo I de Inglaterra. El terror ejercido por estos monarcas
contra su pueblo, o contra los celtas de Escocia, o contra los irlandeses, a
quienes masacraron en las montañas y en los pantanos de su tierra, se volvió a
reflejar en su política de exterminio de los indios norteamericanos
emprendida por un pueblo que había asimilado
perfectamente el ejemplo de sus monarcas.
La
Historia no pudo haber sido más cruel con España.
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